sábado, 31 de julio de 2010

Creencia versus Convicción

Somos creyentes cristianos, decimos que la Biblia es nuestra norma de fe y conducta; pero, ¿verdaderamente creemos en lo que decimos?

En la época de la iglesia neotestamentaria cuando los discípulos decían "creo", lo hacían con una genuina y profunda convicción. Tan fuerte era el creer y la convicción en lo creído que no dudaron en ofrecer sus vidas en defensa de su fe.

Ha pasado muchos años desde entonces, ¿y como estamos o somos los creyentes de siglo XXI?
¿Realmente creemos en lo que decimos creer? ¿O simplemente experimentamos un "creer" intelectual, que no altera en nada nuestro comportamiento y conducta del día a día?

¿En el creyente del siglo XXI, el creer va a la par con la convicción? No lo creo; decimos que creemos, pero es un mero asentir mental que no logra permear nuestras fluctuantes convicciones.
En la iglesia, en el entorno cristiano hacemos ver (a nuestros propios ojos y a los demás) que estamos convencidos de la necesidad de vivir según los principios bíblicos, pero en otros ambientes seguimos (algunos, otros ni eso) afirmando que creemos, pero nuestras acciones desdicen las palabras -que en ocasiones- salen de nuestras bocas.

El Señor Jesús lo dijo muy claramente: "Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos" (Mateo 10:33). Seamos sabios y entendamos que en el mundo de hoy, aun cuando los diccionarios de la lengua española casi le dan el mismo significado para ambas palabras - creencia y convicción- en la práctica tal similitud no existe.

Creyentes que defienden que la vida es sagrada apoyan el aborto y la eutanasia. Creencia si, convicción no. Creyentes que afirman que la Biblia es la Palabra de Dios, aceptan el homosexualismo como una alternativa de preferencia individual. Creencia si, convicción no. Creyentes que declaran creer en la indisolubilidad del matrimonio y en la fidelidad mutua, se divorcian y son infieles. Creencia si, convicción no.

Cuanto más se acerca el final de los tiempos y por ende, la venida del Señor Jesucristo, urge que nosotros, su Iglesia, volvamos a las sendas antiguas de la coherencia, donde creencia y convicción eran una y la misma cosa.

No nos auto engañemos: Dios no puede ser burlado, de lo que sembremos, de ello cosecharemos.
Que nuestras creencias estén respaldadas por convicciones profundas, y que nada ni nadie nos las puedan arrebatar, para que al final de la jornada podamos oír: "Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor" (Mateo 25: 21).

miércoles, 28 de julio de 2010

Espiritualidad sin religión

Hoy se ha puesto de moda declararse “espiritual pero no religioso”, cláusula que sirve para atribuirse lo que da buena imagen a la fe –sentimientos filantrópicos, tolerancia universal–, sin los inconvenientes de la “religión organizada” –dogmas, preceptos, exclusividad–. Pero unas creencias blandas no nos sostendrán cuando necesitemos agarrarnos a algo firme, como advierte el autor de este artículo.

Firmado por David Mills
Fecha: 28 Julio 2010

La afirmación de que uno es “espiritual pero no religioso” constituye una colosal e interesada jerigonza que oímos de labios de casi todos los que hablan de religión en público, excepción hecha de aquellos a quienes el mundo define como fundamentalistas (yo, probablemente usted, Joseph Bottum, David Goldman, Benedicto XVI, los judíos hasídicos, los musulmanes devotos o las familias creyentes que tienen más de cuatro hijos).

Es una de esas frases sencillas de recordar que funciona como una cédula de “excarcelación” para cualquiera que tenga la sensación de que ha de explicar su falta de práctica religiosa; y como reivindicación de excelencia para los preocupados por ser superiores a los que practican una religión establecida. Es el equivalente religioso de “yo ya hice una donación en la oficina” o “me llaman por la otra línea” o “yo no como carne”.

Así, descubrimos a Lady Gaga revelando a un reportero de The Times, justo antes de salir con el periodista a pasar una velada en un club erótico de Berlín, que ella tiene una nueva espiritualidad. A la pregunta “Usted se crió como católica; luego cuando usted dice ‘Dios’, ¿se refiere al Dios católico o a un sentido diferente, quizá más espiritual, de Dios?”, respondió: “Más espiritual... No existe en realidad religión alguna que no odie o condene a un determinado tipo de personas, y yo creo por completo en el amor y el perdón universal, y sin excluir a nadie”.

Materialismo con esmoquin

¿Ven ustedes lo que quiero decir? Ser verdaderamente espiritual –en una escala en la que “el Dios católico” parece atascado en el medio– significa, según las apariencias, ser indiferentemente incluyente o (dicho de otra forma) adogmático.
No creo que la señorita Gaga o cualquier otra persona que hable de esa forma lo haya pensado a conciencia. Ese Dios que perdona a todos y no excluye a nadie no pone objeción a las orgías en clubes eróticos de Berlín. Un tanto a su favor, desde un punto de vista. Pero entonces tampoco pone objeción a los asesinos, ni a los torturadores ni a los banqueros corruptos. Un tanto a su favor desde el punto de vista de nadie.

Ni siquiera los académicos ven el problema. Hace algunos años, un estudio sobre la práctica religiosa de los estudiantes universitarios, que alcanzó enorme difusión, reveló que se transforman en más “espirituales” a medida que declina la práctica de la fe de su infancia. Los investigadores definieron lo “espiritual” como “el desarrollo de la auto comprensión, la preocupación por los demás, la transformación en alguien más cosmopolita y la aceptación de otros que pertenecen a confesiones distintas”. Lisa y llanamente, disfrazaron las actitudes de las que eran partidarios denominándolas “espirituales”. Esa clase de espiritualidad, separada de cualquier cosa específicamente religiosa, no es más que materialismo con esmoquin.

Creencias de peluche

La palabra “espiritual” carece de significado útil si no se refiere a una relación con un espíritu real, con algo procedente de un mundo que no es el nuestro, con algo sobrenatural, con algo o alguien que nos dice cosas que no sabemos, que juzga nuestras faltas y que nos da ideales por los que esforzarnos y quizá ayuda para alcanzarlos. No es una palabra útil si significa una inclinación general, o una estructura mental, o un patrón emocional, o un conjunto de actitudes o una colección de valores. No existe razón para definir nada de ello como espiritual.

Salvo que, naturalmente, a uno le guste esa leve sensación de importancia y ese reconfortante sentido de la aprobación social que nuestra sociedad sigue otorgando a las “cosas espirituales”, aunque no a las religiosas. Es una palabra cálida y difusa. Es una palabra monísima, como un conejito de peluche. No es nada parecido a “religión”, palabra fría y áspera, más propia de un predicador que aúlla y al que le huele el aliento.

Sin embargo, no se quiere una mejor definición. En el mismo momento en el que uno reconoce a un espíritu verdadero hacia el que se orienta la espiritualidad y por el que ésta es orientada, por distante y ajeno a todo compromiso que ese espíritu resulte, uno tiene una religión. Está ligado a alguien. Tiene instrucciones imperativas. Tiene que preguntar lo que el espíritu quiere y lo que exige y lo que dice.

Tal y como lo expresó el escritor Malcolm Muggeridge, converso él mismo de una vaporosa especie de religión, ansiamos “un cristianismo sin lágrimas... un idilio más que un drama, que tenga un final feliz en lugar de esa descarnada cruz que se alza tan inexorablemente contra el cielo”. El espíritu puede resultar ser un puritano. Puede decir algo sobre tomar una cruz. Es mejor ser “espiritual” sin espíritu y confiar en que nadie se dé cuenta.

La desesperación domesticada

Pero, ¿por qué molestarse en ser “espiritual”? ¿Por qué no ser al menos agnóstico? Ser “espiritual” es una especie de posición natural por defecto. “Espiritual pero no religioso” brinda un compromiso llevadero entre ambos lados de nuestra naturaleza: nuestro deseo de Dios y el de ser nosotros mismos Dios.

Queremos lo "espiritualoide" porque Dios nos hizo quererle; pero no queremos quererle y no le queremos en las condiciones que Él fija. Si nuestros corazones están inquietos sin Dios, como dijo san Agustín, pueden tranquilizarse con sucedáneos, entre los que la “espiritualidad” resulta más fácil de hallar y mucho menos costosa que las alternativas. Las drogas y la bebida son dañinas; la riqueza y el sexo son difíciles de conseguir y el éxito exige trabajo.

“Vivimos inmersos en una falta de creencias, aunque ésta sea señalada y torcidamente espiritual”, observó la escritora católica Flannery O’Connor. “Hay algo en nosotros... que exige el acto redentor, que clama por que lo que se venga abajo tenga al menos la oportunidad de ser restaurado”. El hombre moderno “busca este gesto, y con toda la razón, pero lo que ha olvidado es el coste que tiene. Su sentido del mal está diluido o falta por completo; por lo tanto, ha olvidado el precio de la rehabilitación”.

“En su aspecto más negativo”, concluía O’Connor, la nuestra es “una época que ha domesticado la desesperación y ha aprendido a vivir felizmente con ella”. Con mucha frecuencia, a mi parecer, lo que distingue lo “espiritual” de lo “religioso”, una vez vaciado lo primero de todo significado, es la ideología, la justificación de la desesperación domesticada. Es una forma de sentirse mejor estando solo en el universo, reivindicando una cierta relación con algo que nos supera, aunque no sabemos qué es. El marxismo está muerto como fuente de esperanza humana, pero permanece con nosotros el intento de hallar esperanza en una abstracción que se mantenga lejos de nosotros, a buen recaudo. El libertino que proclama ser “espiritual” me recuerda a los académicos que solían ser conocidos como “marxistas a la Gucci”, que predicaban la revolución y cuyo radicalismo les llevaba a sentirse muy satisfechos de sí mismos, pero que llevaban la vida más sibarítica y lujosa que quepa imaginar, y se justificaban pensando que la revolución no había llegado.

A la hora de la verdad

Ser “espiritual” no nos hace ningún bien. Recordando lo que he escrito recientemente en otro lugar, funciona bastante bien cuando se goza de salud y se dispone de suficiente dinero para disfrutar de la vida, y cuando lo único que uno quiere de su espiritualidad es la sensación de que todo está bien en el universo, especialmente en el rincón que uno habita. Pero no es de gran ayuda cuando las cosas se ponen mal.
El hombre que se consume víctima del cáncer de páncreas no recibirá ayuda ni consuelo de lo “espiritual”, que le parecerá mucho menos cordial y reconfortante cuando sienta un dolor que la morfina no pueda erradicar. No tiene a nadie a quien pedir ayuda; a nadie a quien suplicar que le consuele; a nadie que le acompañe; a nadie con quien encontrarse cuando traspase los límites de este mundo y se adentre en el otro. Él quiere lo que la religión promete.

Y tiene razón al quererlo. El hombre moribundo es el hombre verdadero en el sentido de que él es quien nos revela lo que esencialmente somos. Yacemos en nuestro lecho de muerte desde el día en que venimos al mundo. Parafraseando a Pascal, los moribundos no quieren al Dios de la espiritualidad sino al Dios de Abraham, Isaac y Jacob.
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Artículo reproducido con autorización. El original fue publicado en “On the Square”, sección de la web de la revista First Things (http://www.firstthings.com/onthesquare). Traducción: Paulino Serrano.

sábado, 3 de julio de 2010

Y a los dioses no les gusta el desnudo...

Después de la derrota de Argentina frente a Alemania (4 x 0) y recordando lo dicho por Maradona semanas anteriores de que correría desnudo en la plaza del obelisco en Buenos Aires si trajera la FIFA World Cup para su país, un sitio web de los tantos que he visto, y que no me acuerdo cuál es, escribe algo así: “¿Será que a los dioses no les gusta el desnudo?, pero sí sería interesante ver a la ‘musa de la Copa’ desnudarse tal como dijo que lo haría si Paraguay pasaba a la semifinal”. El asunto es que Paraguay perdió frente a España y la auto denominada “musa” –y muchos otros y otras– no se desnudarán, a no ser que lo hagan por “duelo”.

Y al final de la historia yo no sé si a los dioses les gusta o no el desnudo; lo que sí sé es que a mi Dios, el único y verdadero Dios, el que nos envió a su Hijo Jesucristo, no le gusta el desnudo que implica pecado, ni las tinieblas, ni la decadencia moral en que está inmersa la humanidad. ¡Todavía no entiendo qué tiene que ver el futbol con el desnudo! Todavía me pregunto porque todas las áreas del vivir cotidiano las asocian con la sexualidad(¿y por qué no decir lujuria?).

Cuán difícil se hace para el creyente convivir lado a lado con la inmoralidad, con el desenfreno moral, con la mal llamada “tolerancia” que acepta todo lo malo y rechaza todo lo bueno, con los “derechos humanos” (mejor sería nombrarlos “derechos inhumanos”) que aboga a favor del aborto indiscriminado y con todo lo demás que viene amalgamado con dichas aberraciones.

La Copa Mundial de Futbol es apasionante, intensa. En los delirantes momentos vividos las emociones se desbordan llevándonos a la cúspide del júbilo o a la sima de la tristeza, de acuerdo a si ganamos o perdimos el partido. Me gusta y me gusta mucho. Cada cuatro años disfruto con estos días de futbol, pero de allí a hacer de este deporte el centro de mi vida hay una gran distancia. La vida es mucho más que el futbol, es mucho más que cualquier deporte. Total, todos ellos aquí se quedarán cuando nos vayamos a encontrarnos con el Creador y Dador de la vida.

Dios nos ha permitido vivir en esta época de tantos adelantos tecnológicos, de mucho entretenimiento. Seamos sabios, disfrutemos de lo que se nos ofrece, pero seamos selectivos en nuestras escogencias. No permitamos que por un momento de entretención al estilo del mundo perdamos la comunión con aquel que dijo: “Yo habito en la altura y la santidad” (Isaías 57:15), y que al dejarnos sus instrucciones finales, en el último libro de la Biblia afirmó: "...y el que es santo, santifíquese todavía. He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra” (Apocalipsis. 22:11, 12).