Por María
Valarini
El lugar se veía oscuro, cualquiera diría que el
anochecer había llegado; sin embargo, aún era temprano en el día. El suelo
rojizo y la ausencia de cualquier elemento verde, ciertamente no ayudaba
en nada a que se viera mejor el lugar. El desierto se mostraba en toda su
fealdad y fiereza. La rústica galera en donde se cobijaban los vendedores y los
compradores vociferando alaridos de victoria; el tosco entarimado repleto de
esclavos; todo contribuía al aspecto depresivo y lastimero de aquel sombrío
lugar. ¡Era el día de la gran subasta en el mercado de esclavos!
Los
vendedores estaban eufóricos; nunca habían tenido tantos posibles compradores,
quienes por su parte esperaban con ansia el inicio de la subasta. Los esclavos
–encadenados, maltrechos, sucios, demacrados, macilentos, malolientes–
totalmente sin esperanzas, contribuían al triste panorama.
Pronto se iniciaría la subasta. ¿Qué les esperaba a los vendidos? Más
tormentos, más angustias, más dolor, y sobre todo la terrible sensación de
inutilidad, de las preguntas sin respuestas “¿Para qué vivo? ¿Qué hay en el más
allá? ¿Eso es todo lo que ofrece la vida?” Preguntas, muchas preguntas, pero no hay esperanza, no hay
respuestas. Todo es inútil,
no hay fin para el dolor, no hay fin para el sufrimiento.
Espere,
espere, ¿qué es eso? ¿Qué es lo que sucede? ¿Por qué tanta algarabía? ¿Qué es
esa luz que se acerca? ¿Quién es este hombre? Él no armoniza con el ambiente, Él
no es de aquí. Sus ropas brillan en la oscuridad del día, su rostro resplandece
como el sol. ¿Quién es Él? ¡Y trae dinero, mucho dinero en sus manos! ¡Este
hombre! Este hombre con tanta gallardía es un comprador, ¡un comprador de
esclavos! ¡Viene por todos los que están a la venta en el mercado! A todos los
compra, por todos paga el precio pedido. Pero, ¿qué hace Él? Tan pronto los
compra los limpia, los viste con ropas nuevas, los unge con perfume, los
alimenta, les da carta de manumisión –ya no son esclavos, son libres – y
los envía a la casa de Su Padre.
¿Cómo?
No puedo creer lo que ven mis ojos; no, no puede ser… ¡Hay algunos que rechazan
al nuevo dueño, lo menosprecian y tienen en poco el precio pagado por ellos!
¡Prefieren seguir en el mercado de esclavos! ¿Cómo es posible? ¿No se dan
cuenta que van camino a la muerte? ¡Es absolutamente increíble! ¡No quieren la
libertad, pisotean sus cartas de emancipación, y maldicen al gran
benefactor!
¿Hasta
cuándo humanidad sufriente? ¿Hasta cuándo humanidad esclavizada? ¿Hasta cuándo
humanidad avasallada rechazarás el precio pagado por ti? Ya no tienes que
seguir en el mercado de esclavos, has sido declarada libre. Aprópiate de tu
derecho de redención, otro lo pagó, eres libre.
Y ahora
te lo pregunto a ti. ¿Qué harás? ¿Aceptarás el pago del nuevo dueño? ¿Saldrás
del mercado de esclavos? Sólo tú puedes decidir lo que harás y salir de tu
esclavitud. Tu precio ha sido pagado, tómalo o déjalo. Pero decídete. Frente
a ti hay dos caminos: camino de vida para que vivas y camino de muerte que te
ha mantenido y sigue manteniéndote muerto en vida. Los cielos y la tierra
hoy son testigos, testigos de que han sido puestos delante de ti la
vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que
vivas tú y los tuyos. ¿Qué escoges? (Deuteronomio 30: 19).
Jesucristo
es el nuevo dueño. En la cruz del calvario Él pagó por tu libertad, Él pagó
para hacerte libre. Tan pronto oyes Su llamado y acudes a Él, saldrás del
mercado de esclavos y serás llevado a la Casa del Padre. En la Casa del Padre
pasas a una nueva categoría, entras como hijo de Dios y coheredero con Cristo
Jesús. Este es tu destino, esta es la verdadera vida… Esta es la respuesta para
tus muchas preguntas. Este es el inicio de tu vida eterna, la vida
para “…que conozcas al único Dios verdadero y a Jesucristo a quién Él ha
enviado…” (Juan 17: 3).
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