martes, 26 de abril de 2011

¡Bendito sufrimiento!

Cuando Jesucristo envía Ananías a orar por Saulo de Tarso, más tarde conocido como el apóstol Pablo, frente a la sorpresa de Ananías, pues Saulo era un perseguidor de los cristianos, le dice el Señor: “Ve, porque instrumento escogido me es éste, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel; porque yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre” (Hechos 9:15, 16).

La tendencia de una gran parte de la cristiandad occidental es creer que el sufrimiento estará ajeno a los hijos de Dios. Todo aquel que esgrima dichos argumentos lo único que probará será su escaso conocimiento bíblico.

A mí misma, en mis primeros pasos en el cristianismo, me asustaba pensar que tendría que sufrir. Mis primeros años fueron muy suaves, dulces, con pocas luchas o conflictos. En aquella época cuando leía “… aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas” (1 Pedro 1:6), me decía: ¡Ah, la Biblia es clara; dice “si es necesario”, lo que significa que si no es necesario no habrá sufrimiento! ¡Y cuanto alivio me traía creer en mis propios razonamientos!

Los años se sucedieron raudos, vertiginosos; mi comprensión bíblica creció y lo que entonces me parecía lo adecuado a todos mis temores fue cambiado por la realidad de la vida cristiana: “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1Pedro 2: 21).
El que quiera realmente conocer (no intelectualmente, sino de corazón) a Cristo pasará por dónde Él pasó; no hay otro sendero, este el único: seguir Sus huellas.

Ahora puedo decir que el sufrimiento y el dolor,entremezclados con momentos de alegría e intensa satisfacción, serán una constante en tu caminar con Cristo. Aunque parezca increíble, cuantas riquezas, inescrutables riquezas, traen aparejados los sufrimientos si sabemos buscarlas, verlas y recibirlas.

Y hoy pasados tantos años, haciendo una retrospectiva de mi caminar con Cristo, puedo decirle a mi Señor y Salvador Jesucristo:

¡Bendito sufrimiento que mis ojos abrió, y te pude encontrar!
¡Hoy mis ojos te miran más claramente, pues las lágrimas abrieron el camino para una mejor visión! No fue fácil ni agradable, ¡pero sí necesario!
¡No fue poco ni excesivo, fue dosificado a mi medida, pues tus sabias manos de Médico del Alma nunca se equivocan!

¡Gracias Maestro, por señalarme el camino, no solo por indicación, sino que me has dejado tus huellas, imborrables huellas, aun cuando hayan pasado muchos años desde que por allí caminaste, y las pude ver, encontrándote al final!

¡El dolor me acercó mucho más a ti, mi Señor, y ciertamente fue un precio muy bajo por todo lo que recibí de tu gracia, misericordia y bondad!
¡Gracias, porque el sufrimiento me hizo entender que el cielo sin ti sería el infierno; y que el infierno a tu lado se transforma en el cielo!
¡Gracias, porque pude entender que aun cuando todos me dejaran, tú nunca me dejarás!

¡Gracias, Maestro, por mostrarme el camino!
¡Gracias, Maestro, por enseñarme a caminar por las aguas tumultuosas!
¡Gracias, Amado mío, por enseñarme a diario lo que es el Amor!

¡Gracias porque hoy puedo decir como el salmista: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Salmo 76:25).
¡Gracias, porque por ti vivo y viviré!

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