viernes, 6 de mayo de 2011

¡¿Qué Dios como tú?!

El profeta Miqueas en el siglo VIII a.C. hace una declaración sorprendente: “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad y olvida el pecado…?” Un hombre que vivió en una época de muchos cambios y crisis; un hombre que vivía bajo la ley de Dios dado por Moisés entendió lo que todavía muchos creyentes del siglo XXI no entienden: Nuestro Dios es Dios perdonador, en y por Jesucristo.
“Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” - Gálatas 4:4, 5.
Hace muchos años, en una reunión cristiana, en el día que decidí entregar mi vida a Cristo Jesús, a acogerme a la misericordia y al perdón de Dios experimenté algo prodigioso. Tan pronto admití a mi misma que lo necesitaba a Él, comencé a llorar. Lloraba tanto que alguien a mi lado me pregunta: “¿Y no le da vergüenza que la vean llorar?” Y, verdad sea dicha, no; no pensaba ni en mí ni en mi entorno, solamente tenía conciencia de que las lágrimas fluían a borbotones por mi rostro. ¡Lloraba sin saber el porqué!

En aquel momento no sabía, y tampoco entendía, lo que me ocurría. No obstante, puedo dar fe que al cesar el copioso llanto, experimenté algo incomparable: me sentía extremadamente liviana, como si de repente hubiera perdido muchas libras de peso. Fue impactante, y me marcó para siempre. ¡Inolvidable, excepcional momento para quien apenas se iniciaba en el caminar cristiano!

Y refrendando la veracidad y relevancia de las palabras dichas por el Señor Jesucristo a Pedro en su última noche en la tierra: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después” (Juan 13:7), puedo decir que viví estas mismas palabras.

Décadas se han sucedido desde aquella memorable noche, pero ahora entiendo un poco de lo ocurrido. Lo que yo experimenté y que hasta afectó mi percepción física (lo referente a mi peso corporal), fue pura y simplemente la gracia más grande que el ser humano puede experimentar al acercarse de corazón sincero a Jesucristo: ¡Mis pecados fueron perdonados! ¡Dios echó mis pecados al profundo del mar! (Miqueas 7:19).

¡La carga del pecado es un peso muy grande sobre las espaldas del mundo, era un peso muy grande sobre mi vida! Y lo asombroso es que mientras tenía tan grande peso sobre mí ni siquiera me daba cuenta de ello. Solo cuando el peso del pecado y de la culpa fueron quitados pude yo darme cuenta de la recién libertad que ahora experimentaba.

Tal como Atlas (mitología griega) que cargaba el planeta Tierra en sus espaldas, así anda el mundo y lamentablemente, muchos hijos de Dios todavía siguen “cargando sus mundos”. Conocen la letra del “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar…” (Mateo 11:28), pero no la han aplicado a sus vidas. No menoscabemos todo lo que hemos recibido en Cristo Jesús: el perdón de pecados, la paz, el gozo… si nos mantenemos aferrados a la Fuente de Vida…

No pretendas ni esperes que tu entorno te entienda o apoye tu forma de pensar. El mundo no nos puede entender porque no ha vivido lo que vivimos nosotros… No nos desanimemos con las críticas, con los reproches… Lo que tenemos en Cristo no tiene precio en este mundo… La paz de Dios, producto del haber sido perdonados, nos hace libres; nos hace volar como las águilas…

¡En Cristo somos libres, somos perdonados, somos limpiados!
¿Verdaderamente, Señor, eres el Príncipe de Paz!
¡Cuán dichosos somos al tenerte a ti!
¡Gracias por tu amor, gracias por tu paz!

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