domingo, 26 de junio de 2011

Me muero de vergüenza

Por Maurício Zágari*
Hola, mi nombre es Mauricio Zágari y me muero de vergüenza de mí mismo. Para decir la verdad, estoy demasiado avergonzado de mí. Yo me creía un buen cristiano, que hacía las cosas bien, que cumplía con la cartilla de Dios. Hasta que descubrí que estoy a años luz de distancia de ser el cristiano que Cristo quiere que yo sea. Y por eso me avergüenzo tanto, que casi no tengo el coraje de salir de debajo de las mantas por la mañana.
Si usted pudiera seguir mi vida cristiana más de una semana con una cámara oculta, me complacería. Yo oro y leo la Biblia con regularidad. De hecho, he leído la Biblia entera, de Génesis a Apocalipsis. Leo buenos libros cristianos. Asistí a dos seminarios teológicos. Cada domingo visto mi uniforme de creyente y voy al culto. Con corbata y todo. Llego a la iglesia, sonrío a la gente, hablo con la jerga evangélica, beso a las señoras mayores. Cuando alguien me elogia por alguna razón, saco a relucir toda mi humildad y digo: "A Dios sea la gloria". Sí, soy el pináculo de la humildad cristiana, siempre dando gloria a Dios cuando me resaltan alguna cualidad.
Se inicia el culto, yo canto alabanzas, levanto las manos, cierro mis ojos como una manera de demostrar cómo la música me toca y cómo estoy entrando en el Lugar Santísimo gracias a la inmensa espiritualidad que exudo por todos mis poros. En el tiempo de saludar a mis hermanos pongo mi mejor cara de virtud. Diezmo y presto mucha atención a lo que el pastor está predicando. Al final, canto un poco más y termino el culto deseando una semana bendecida a los hermanos. Me voy a la casa, oro antes de cada comida, cumplo con todo lo que manda el libro. Soy un tremendo creyente. Yo hago mis propias donaciones –y no espere que vaya a contarlas aquí, después de todo, lo que la mano derecha hace la izquierda no lo debe saber y soy tan recto, que jamás le diría de que manera doy mi dinero a los pobres. Luego, por la noche, pongo mi cabeza en la almohada después de la oración con imposición de manos sobre mi hija en la cuna, y me acuesto a soñar con los angelitos, muy satisfecho con mi perfecta vida cristiana.
Sólo que por la mañana alguien me despierta metiéndose conmigo. Alguien que está empeñado en despertarme para convencerme de pecado, de justicia y de juicio. Me viro hacia el otro lado. "Déjame tranquilo", refunfuño, "estoy haciendo todo bien". Me cubro la cabeza con la almohada... pero de nada sirve. Despierto muerto  de vergüenza de mí mismo.  ¿No es que ese “alguien” comienza a recordarme cosas que yo preferiría no recordar? Lo primero que dice es: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente y a tu prójimo como a ti mismo" (Lucas 10:27). Y por más tocado que esté a esta hora, me doy cuenta de que nunca en mi vida he amado a Dios sobre todas las cosas, con el 100% de mi corazón y alma y fuerza. Siempre tuve fuerzas que podría haber canalizado hacia mi relación con Dios... y no lo hice. Yo lo quiero, es cierto. Pero, si yo lo amase tanto mi tiempo sería menos dedicado a mí mismo.
Hablo de tiempo, ya que éste es un buen termómetro de nuestras prioridades: Es en aquello que le es más importante que invierte más de su tiempo. Y entonces comparo la cantidad de tiempo que paso en mi relación íntima con Dios y veo cuan poco tiempo de calidad Él ha recibido de mí. Y resalto "íntimamente", porque no me estoy refiriendo a las oraciones clichés, como "Oh, Señor mi Dios y mi padre, el rey de las galaxias, Señor Dios, eterno e inefable..."  sino a las oraciones del tipo "Abba, Padre...." Gasto tiempo en comer, dormir, beber, jugar videojuegos, ver televisión, salir con amigos, en citas; en escribir textos, libros e informes; trabajar, comprar... Y por más que yo ore diariamente, mi tiempo de comunión con el autor de mi vida es risible para quien yo debiera amar "con todo mi corazón y de toda mi alma y con todas mis fuerzas y con toda mi mente". Por eso, estoy avergonzado de mí.
Y cuando pensé que ya suficientemente había muerto de vergüenza, viene aquel Alguien y me susurra al oído: "Y a tu prójimo como a ti mismo". Que chiste.  Alcanzo a reír, con una mueca. No, yo no amo a mi prójimo ni una centésima parte de lo que me amo a mí mismo. Yo invierto en , busco mi placer, creo alternativas para  entretenerme, pago mi seguro, voy al médico para cuidar de mi salud... ¡hombre!, ¡como me amo! ¡Como cuido de mí! No me desamparo, no me dejo pasar hambre, voy al trabajo en el trasporte más caro porque, después de todo, me quiero tanto que no me permitiría pasar dos horas al día en un transporte que me dejara con  dolor de espalda. Y luego veo las acciones que hago por mi prójimo y que demuestran mi amor por él y… me muero de vergüenza. ¿La verdad? Prácticamente no hago nada por los demás. De hecho, para no decir que no hago nada, digo siempre un formal ¿”cómo le va?”  Y ruego para que él esté bien de verdad, para que yo no tenga que escuchar sus lamentos y quejas (después de todo, escucharlo me quitaría el tiempo en que YO podría estar quejándome y lamentándome con él).
Pensar en ello me hace morir de vergüenza. Así que hago lo que sea para no pensar. Pensar incomoda, ¿cierto? Nos saca de la zona cómoda. Y a veces hasta duele. Y duele mucho. Decido, entonces, como buen cristiano, hacer mi devocional diario. Pero, por desgracia, las palabras que leo en la Palabra de Dios son "buscad primeramente el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas os serán añadidas" (Mateo 6:33). Entonces pienso en lo mucho que me preocupo más por la promoción en el trabajo, por el impuesto de la renta, por el cambio de mi coche por uno que llame más la atención de la gente y por otros aspectos prácticos de la vida; me doy cuenta de que el "Reino de Dios" parece algo distante y efímero, algo como personas vestidas de blanco caminando en una nube o gente desocupada caminando por un hermoso camino de ladrillos de oro, como en la película" El mago de Oz".
Cometo el pecado más grande para aquellos que no quieren estar avergonzados de sí mismos: leer la Biblia. Y muero de vergüenza de mí. Veo lo que Dios le dijo al joven rico y me doy cuenta de que yo tendría la misma actitud que el muchacho si estuviera en su lugar. Veo el pasaje de la mujer adúltera, y aborrezco a los judíos legalistas que querían apedrearla, pero... me doy cuenta de que si estuviera allí yo tendría una piedra en cada mano. Medito sobre el pasaje del hombre rico y Lázaro, y me doy cuenta, con un estremecimiento en el cuerpo, que el nombre de aquel rico bien podría ser el mío. Me veo sin ninguna fe cuando la tormenta sacude el barco donde Jesús duerme y yo soy el primero en correr hacia él para despertarlo. Crítico a los apóstoles cuando discutían para saber quién se sentaría a la derecha de Cristo en su Reino; y avergonzado me doy cuenta, de que tal como ellos estoy queriendo un lugar de preeminencia.  Me quedo dormido en el Monte de los Olivos, sin tener en cuenta el sufrimiento del Mesías, y cuando el gallo canta tres veces es a mí a quien el Maestro dirige su mirada – aun sabiendo que vengo al culto cada domingo, y le digo del principio al fin: "Señor, tú sabes Te amo".
Afligido por la vergüenza, corro al Sermón del Monte que, después de todo, es tan lindo, tan poético, me hace sentir tan bien. Parece poesia de Vinicius de Morais, Fernando Pessoa o Clarice Lispector. ¡Frasecitas tan agradables de oír! ¡Quizás hasta encuentre algunas para el Twitter! Pero, Dios mío, me pongo a leer y es entonces cuando la vergüenza come mis entrañas. ¡Intento verme en las Bienaventuranzas y no me encuentro! Oigo al Maestro hablar sobre el ser la sal y la luz del mundo y veo cuan insípido y oscuro he sido. Me doy cuenta de que mi justicia es igualita a la de los escribas y fariseos, que yo guardo rencor hacia mucha gente, que mi  es a menudo no y que mi no a menudo es tal vezAmo a mis amigos y aborrezco a mis enemigos. Vergüenza, vergüenza, vergüenza...
Llego a Mateo 6 y veo cuanto me preocupo por lo que he de comer y beber. ¿Los lirios del campo? ¡Oh, vamos! ¿Dios alimenta a las aves? Yo no tengo plumas, mi hermano. Por eso atravieso mis días viviendo cada día mi mal y más el mal del mes próximo, del próximo año, de mi vejez. Y me muero de vergüenza. Y hay más: sí, yo juzgo a mi prójimo. Todos los días. Leo entonces, acerca de poner la otra mejilla, caminar la milla extra, dejar la capa y trato de recordar la última vez que hice estas cosas. No puedo. No me acuerdo. ¿Será que es porqué casi nunca hice eso? Pero, si se trata de recordar la última vez que le di su merecido al que me ofendió, ah, ¡eso es fácil! Recuerdo perfectamente la última, la penúltima, la antepenúltima y las últimas centenas de veces que pagué ojo por ojo y diente por diente.La vergüenza que siento es tan grande, que llego al punto que no la soporto más y pongo la Biblia en la mesita de noche. ¡Basta de Biblia! ¡Basta de mirar en este espejo tan vergonzoso! ¡Basta de mirar dentro de mí! ¡Basta de ver como estoy tan lejos de ser el cristiano que Jesús quiere que yo sea! Seguidamente tomo un libro sobre la Historia de la Iglesia, ya sabe, para tomar un descanso. Me gusta la historia. Pero lo que leo no es de mucha ayuda.
Leo acerca de los primeros cristianos. Leo acerca de Policarpo, que cuando se vio amenazado con la hoguera si no negaba a Cristo responde a su acusador: "Usted me amenaza con un fuego que quema durante una hora y luego se apaga. Pero al fuego del juicio futuro y del castigo eterno reservado para los impíos, éstos, usted los ignora. Pero ¿por qué está demorándose? Haga lo que tenga que hacer". Y mirando al cielo ora al Señor: "Padre, yo te bendigo por haberme hallado digno de recibir mi premio entre los mártires". Puedo comparar su actitud con la vergüenza que experimento solo por entregar un folleto evangelístico a alguien en la calle. Mi voluntad es esconderme en la primera grieta del piso que encuentre. O en un agujero de ratón  – lo que sería más apropiado.
Leo acerca de las historias de la vida y muerte de mártires como Maturo, Santo, Blandina, Lorenzo, Albano, Átalo, Romano y otros que fueron destrozados por confesar su fe en Cristo y mis lágrimas revelan mi vergüenza. Incapaz de soportar mi fe tosca y calculadora, cambio el libro de Historia por "El Libro de los Mártires" de John Foxe, y al azar abro cualquier página  que me haga olvidar mi cristianismo superficial y burlesco. Y allí encuentro la historia del pequeño niño que confiesa a Cristo ante las autoridades paganas y por eso le arrancan el cuero cabelludo de la parte superior de su cabeza. Leo entonces que al verlo su madre le grita: "¡Aguanta, hijito! Pronto verás a aquel que adornará tu cabeza desnuda con una corona de gloria eterna", con lo cual el niño se anima y recibe los azotes con una sonrisa. Lágrimas de vergüenza caen por mi cara y mal puedo llegar al final de la historia, que concluye con el relato del final de la extraordinaria vida de este niño: "Al llegar al lugar  los verdugos arrancan al hijo de su madre, quien lo había tomado en sus brazos. La madre, que se limita a darle un beso, entrega al niño. –Adiós–dijo. –Adiós, mi dulce pequeño. Una vez que hayas entrado en el reino de Cristo, allá en su bendito estado acuérdate de tu madre". Y mientras la espada del verdugo era aplicada al cuello del niño ella cantó así: Todo loor del corazón y de la voz te la damos a  Ti, Señor, en este día que la muerte de este santo recibes con gran amor".
Dios mío.... Dios mío... Dios mío....
Y muero, pero muero de vergüenza al percatarme de que estoy leyendo el libro acostado en una confortable cama, con música ambiental, colcha, soda, un buen sándwich y aire acondicionado.
Leo acerca de cristianos que se vendieron como esclavos con el fin de predicar el Evangelio en Indonesia, donde de otra forma, no lograrían entrar para llevar el mensaje de la Cruz. Voy a la página web del Ministerio Misión Puertas Abiertas y  descubro que miles de personas mueren todos los años, hoy en día, en países donde existe persecución religiosa, como China, Corea del Norte, los países árabes... y no quiero pensar en ello, porque me avergüenza demasiado el recordar mi pereza para manejar una hora en un coche con transmisión automático para ir a predicar el Evangelio en una iglesia de un barrio un poco más lejos (donde probablemente me darán una rica ofrenda para "bendecirme"). ¡Qué vergüenza ...
Y luego, como cualquier buena persona que quiere olvidar la realidad de la vida, me entrego a las drogas. No a las drogas prohibidas y químicas, mas aquella droga adictiva, alienante y escapista llamada televisión. Quiero ver cualquier tontería que me haga olvidar mi patético cristianismo. Enciendo el televisor y lo que veo es el programa de un pastor que grita, ofende y en vez de predicar el Evangelio de los mártires habla de la prosperidad, del dinero y de los productos que usted puede comprar con la tarjeta o con cheques postdatados. Cambio de canal y veo a otro pastor dialogando con un demonio en la televisión nacional. Con manos temblorosas, rápidamente cambio de canal otra vez, y veo a una sacerdotisa vestida como un pavo de Beverly Hills hablando de cómo obtener victorias para su vida. Ya con falta de aliento, hago mi último intento y sudando, cambio a otro canal. Lo que veo aquí es el peor de todos los programas: lo que pasó es que, sin darme cuenta, en lugar de cambiar de canal presioné el botón "off" y el televisor se apagó. Es entonces que, ante la negra pantalla veo a mi propia imagen reflejada en ella. Y me muero de vergüenza por lo que es el más vergonzoso de todo lo que había visto en aquel televisor. Me paro. Silencio. Cierro la puerta de la habitación. Doblo mis rodillas. 
La vergüenza es tan grande que mi oración no tiene palabras, sólo llanto. Sin el coraje de abrir la boca, estoy contento en tomar las palabras de un hombre que hace tres mil años murió de vergüenza de sí mismo ante Dios. Y me hago eco de sus palabras registradas en el Salmo 51: 1-12.
"Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio. He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre. He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría. Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve. Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido. Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de delante de ti, y no quites de mí tu santo Espíritu. Vuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente".
Hola, mi nombre es Mauricio Zágari y me muero de vergüenza de mí mismo. Para decir la verdad, estoy demasiado avergonzado de mí. Yo me creía un buen cristiano, que hacía las cosas bien, que cumplía con la cartilla de Dios. Hasta que descubrí que estoy a años luz de distancia de ser el cristiano que Cristo quiere que yo sea. Y por eso me avergüenzo tanto, que casi no tengo el coraje de salir de debajo de las mantas por la mañana. 
Mas tengo esperanza de que logre convertirme siempre, día tras día.
Paz a todos ustedes que están en Cristo.

*Maurício Zágari:
Cristiano, brasilero, periodista, escritor, traductor, editor y locutor.
http://apenas1.wordpress.com/quem-sou-eu/

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